Hazme un freelance.

Lo nuestro no es amor, cariño. Somos un boceto por desarrollar. Una idea por comprar. Tú y yo tenemos un romance freelance. Sexo autónomo. Una relación por servicio y obra. Masturbación por proyecto. Sexo oral hasta las tantas para entregar a tiempo. Noches en vela para que nuestra autonomía salga a cuenta. Nuestro amor es despegado, momentáneo, interesado, sin vinculación. No estás en mi plantilla. Tú no me quieres en la tuya. Esta semana fundimos nuestros sesos. La que viene los fundiremos en otra mesa, con otro equipo, para otra cuenta. Pero hoy te necesito. ¿Colaboramos, cielo?

Y cada tres meses, a sacar las cuentas de nuestro romance finito, caduco y planificado. A declararlo todo en esa conversación recurrente que no nos lleva a ninguna parte, pero que siempre nos hace replantearnos ser indefinidos. Y empiezan las fuertes palpitaciones de amor por cuenta ajena. Y no queremos, ya hemos pasado por ahí. No toleramos jefe ni jefa. Ni corporativismo sentimental que valga (porque no lo vale). Pero pagar nuestra cuota de autónomos, tú la tuya y yo la mía, nos sale caro. Carísimo.

Y vuelta a enredarnos con proyectos imposibles. Excelencia en besos, alta calidad en caricias, gemidos de última generación. Y ya estamos metidos de lleno en nuestra innovadora y sórdida idea del amor. Hasta arriba de curro. Deseando terminar. Pero sin poder evitar emprender. Porque en el fondo creemos en lo que hacemos. Somos un gran equipo. Y surge nuestra magia, porque los dos sabemos hasta dónde llega y cuándo termina nuestra aventura empresarial.

Correr, sudar, presentar, triunfar. Se acabó. Fin de este contrato por mutuo acuerdo.